Viví al borde de tus pupilas
con el pánico constante
a tener que caer en el abismo
que encerraba tu abandono,
en ese charco de barro
lejos del abrigo de tus besos.
Ya probé una vez la dulzura
del carmín de tus labios
como quien prueba
la comida del césar sabiendo
que puede contener
el veneno que acabe con su vida.
Y no vacilé un segundo
en devorar esa lujuria roja,
esa pólvora con la que cargas
tus armas de mujer fatal,
con la que dibujabas una línea
hasta mi corazón
y te sentabas a ver cómo explotaba.
Y no me importaba
pasar el día observando desde fuera
como intentabas encender la mecha
que acabara con lo nuestro
y a veces hice de bombero
o de extintor contra el fuego,
sabiendo que apagar una llama
no significaba haber vencido
al incendio.
Pero como aquel
que tras la caída del telón
decide que se ha cansado
de los papeles románticos,
así me cansé yo del teatro
de nuestra historia
y bajé la guardia
para que en un descuido
tu olvido me tragara
como un agujero negro
devora las galaxias,
así de pronto,
sin oponer resistencia.
A veces el único que no quiere ver
el final del cuento
es el que tiene que dar el paso
y matar al protagonista
para que los títulos de crédito
otorguen la libertad
a la malvada bruja.
Y en la oscuridad del escenario,
viendo recoger a los tramoyistas,
me levanté y salí del edificio
acompañado de un silencio
similar al de tu boca,
esa que sólo repetía
el mismo sonido que mi eco,
eco
eco…