Madrid
está tan bonita y brilla tanto esta noche que parece que aún la paseo de tu
mano como aquellos días de invierno cuando me cogías del brazo para evitar los
tropiezos, cuando los dedos se te congelaban y yo los envolvía y los besaba
para darte calor.
Paso
cerca de Chamartín para que no se me olvide el olor a despedida que he
respirado ya demasiadas veces, ni el rumor creciente de los trenes que en
ocasiones he dejado escapar o de los que me he bajado en marcha antes de
terminar el viaje.
Me
subo al metro para hacerme ver a mí mismo que lo que ahora es dolor pronto
acabará siendo esa voz en off que recuerda que la vida es una estación en curva
y que hemos de tener cuidado para no introducir el pie entre el amor y el dolor
que nos deja cuando se acaba.
En
Barajas los aviones despegan como si el hecho de volar fuera fácil, como si no
costara alzar el vuelo después del último aterrizaje forzoso en mitad del mar.
En la zona de llegadas hay gente nerviosa, hay lágrimas de alegría, hay vida...
Hay una chica que sostiene un cartel con mi nombre en sus manos, pero aún no
puedo decirle que he llegado sano y salvo a tierra, me da miedo estrellarme en su sonrisa y que no seas tú.
Vuelvo
de camino a casa y me dejo caer en todos los garitos en los que me olvidé
conscientemente las ganas en tus labios y en tus ojos del color del ron para
que me embriague tu recuerdo, tan sólo por el puro placer de sentirme
afortunado por llevarte dentro a cada instante, aunque apenas te sienta, aunque
apenas me abrase la memoria de tu tacto, aunque sepa que me espera el desierto de
tu olvido y tu indiferencia. Pero siempre me ha
costado mucho más llenar mis pulmones de viento nuevo que del viciado
aire de tu boca, perderme borracho en calles que no tienen tu risa que saberme
de memoria y con los ojos cerrados el camino a tus pechos, cerrar historias
bonitas con finales tristes que bares infames.
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