12 de junio de 2014

NINGÚN PAPEL EN LA FUNCIÓN




Hubo tiempos mejores en el circo, tiempos extraordinariamente buenos, diría yo. Hubo tiempos en los que mi trabajo consistía únicamente en cuidar de que todo estuviera bien, que no hubiera ningún sobresalto, que el público se comportase y que el circo fuera un lugar seguro y confortable para aquellas y aquellos que formaban esa familia.
                                                                                                                             
Eso me permitía disfrutar de las actuaciones. Fue así cuando conocí a las dos, o cuando la conocí, porque ambas eran una sola. Ella arriesgaba su vida caminando por un, casi imperceptible, cable que cruzaba de lado a lado la carpa del circo. Y era feliz al hacerlo, no tenía miedo (o al menos eso aparentaba), tenía la serenidad de quien sabe que nada puede salir mal o el aplomo de quien no teme que las cosas no salieran bien.

Yo la observaba ahí arriba, caminando, con esa belleza que hacía que el mundo se parara en cada número, con esos pasos seguros que me hacían ver que su vida, que ella, era un buen lugar donde quedarse.

Ella sabía que yo la miraba, sabía que correría bajo ella si en algún momento viese que sus piernas fallaban y se precipitaba al vacío, sabía que el destino me había puesto ahí para cuidar de que nada malo le ocurriera.

Después de un largo tiempo cruzando miradas y algunas palabras sueltas, las noches después de cada actuación se convirtieron en el mejor momento del día, ambos nos encontrábamos a solas bajo la carpa del circo, conversábamos durante horas y horas, reíamos, compartíamos alegrías y tristezas, parecía que nada importara más que aquellos momentos mágicos.

Ella era dura, la protegía una coraza forjada durante mucho tiempo, su corazón latía con paso lento, sin sobresaltos, sin acelerones bruscos. Nunca parecía romperse ese muro que la resguardaba de los inconvenientes (aunque también de las ventajas) de entregarse al amor.

Hasta que un día ese escudo protector cayó y ella me confesó que quería dar el paso, que quería andar por este cable que conducía hasta mi corazón, pero puso sus condiciones y sus advertencias. Yo las entendí todas, sabía que su decisión podría quebrarse, era tan frágil como el cable por el que cada noche caminaba y no había red, salvo yo y yo no serviría.

Y funcionó perfectamente durante meses, ambos estábamos destinados a cruzarnos y no separarnos nunca. Pero yo cometí algunos errores: la dejé sola en algunos momentos en los que sé que me hubiera necesitado, no acudí a algunas de sus citas bajo la carpa tras actuaciones difíciles. Y eso pudo ser lo que desencadenó el cataclismo... O no.

La relación se fue disipando, el circo cada vez funcionaba peor, la crisis estaba dejando las noches casi sin público o con un público poco receptivo. Hubo despidos y se contrataron números nuevos, como los payasos o un prestidigitador que basaba su vida en la mentira y el engaño aunque eso resultara atractivo a los ojos del resto del reparto. Algunos tuvimos que asumir nuevas responsabilidades y quedarnos con los trabajos que habían dejado aquellos a los que se despedía.

Ella se fue apagando, se fue encerrando en sí misma (o eso creí yo), dejó de acudir a las citas, aunque estas cada vez eran más cortas y más frías. Y la distancia hizo su trabajo: separarnos.

Ahora mi labor en el circo es bien distinta, ya no puedo verla actuar, me paso el día vendiendo las entradas para que otros la vean, para que pasen a ver los nuevos números, aunque eso no quita que me sobresalte y me llene de pánico cuando sé que está sobre el cable de acero y escucho murmullos y algunos gritos entre el público. Quiero correr hacia donde ella está, ponerme debajo, decirle que aún la quiero, que la echo de menos... Pero ella no me necesita, quería ser libre y llegar hasta donde tuviera que llegar. Y yo, contra mi voluntad, lo acepto, no queda otra. Aunque algunas noches, cuando ya no queda nadie, subo al cable y cuido de que sea seguro, lo limpio para que ella no se corte, me aseguro de que es firme y está bien tensado, no quiero que corra el riesgo de caerse. Aunque esto ella no lo sabe y yo sé que en el fondo no lo necesita, pero es mi manera de mantenerme un poco más cerca de su vida.

Sé que será grande, que alcanzará sus metas, que logrará siempre llegar al otro lado del cable y que, quizás allí, algún día la espere alguien con sus brazos abiertos para que se deje caer. Probablemente no seré yo, probablemente mienta si le digo que me alegraré de ello, probablemente su recuerdo siga quemándome por dentro... Pero mi trabajo en el circo es el que es, tengo que aceptarlo: sólo soy el que vende las entradas, el que está fuera de la carpa, ese que no tiene ningún papel en la función.

4 comentarios:

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    1. El taquillero sabía todo eso, sólo subía al cable para recordarla, para recordar momentos que sin duda fueron mejores. El taquillero sabe de sobra que la funambulista y la trapecista son autosuficientes, fuertes y sin ninguna necesidad de ayuda, el taquillero no ayudaba o cuidaba... Sólo observaba, siempre supo que sus brazos no serían cable porque no los necesitaban.

      Ahora el taquillero sólo es historia, quién sabe si volverán a encontrarse, aunque parece poco probable, aunque al taquillero se le iluminarían los ojos sólo con imaginarlo. Pero prefiero no contárselo, la ilusión es el enemigo de la razón, la magia no existe.

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    2. Y por cierto: cometer errores no es malo, es humano. Y yo sé que la funambulista es humana, no lamentes los errores, levanta y sigue cometiéndolos, es la única manera de aprender, de vivir. Cuidate, funambulista.

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