Hubo tiempos
mejores en el circo, tiempos extraordinariamente buenos, diría yo. Hubo tiempos
en los que mi trabajo consistía únicamente en cuidar de que todo estuviera
bien, que no hubiera ningún sobresalto, que el público se comportase y que el
circo fuera un lugar seguro y confortable para aquellas y aquellos que formaban
esa familia.
Eso me permitía
disfrutar de las actuaciones. Fue así cuando conocí a las dos, o cuando la
conocí, porque ambas eran una sola. Ella arriesgaba su vida caminando por un,
casi imperceptible, cable que cruzaba de lado a lado la carpa del circo. Y era
feliz al hacerlo, no tenía miedo (o al menos eso aparentaba), tenía la
serenidad de quien sabe que nada puede salir mal o el aplomo de quien no teme
que las cosas no salieran bien.
Yo la observaba
ahí arriba, caminando, con esa belleza que hacía que el mundo se parara en cada
número, con esos pasos seguros que me hacían ver que su vida, que ella, era un
buen lugar donde quedarse.
Ella sabía que
yo la miraba, sabía que correría bajo ella si en algún momento viese que sus
piernas fallaban y se precipitaba al vacío, sabía que el destino me había
puesto ahí para cuidar de que nada malo le ocurriera.
Después de un
largo tiempo cruzando miradas y algunas palabras sueltas, las noches después de
cada actuación se convirtieron en el mejor momento del día, ambos nos
encontrábamos a solas bajo la carpa del circo, conversábamos durante horas y
horas, reíamos, compartíamos alegrías y tristezas, parecía que nada importara
más que aquellos momentos mágicos.
Ella era dura,
la protegía una coraza forjada durante mucho tiempo, su corazón latía con paso
lento, sin sobresaltos, sin acelerones bruscos. Nunca parecía romperse ese muro
que la resguardaba de los inconvenientes (aunque también de las ventajas) de
entregarse al amor.
Hasta que un
día ese escudo protector cayó y ella me confesó que quería dar el paso, que
quería andar por este cable que conducía hasta mi corazón, pero puso sus
condiciones y sus advertencias. Yo las entendí todas, sabía que su decisión
podría quebrarse, era tan frágil como el cable por el que cada noche caminaba y
no había red, salvo yo y yo no serviría.
Y funcionó
perfectamente durante meses, ambos estábamos destinados a cruzarnos y no
separarnos nunca. Pero yo cometí algunos errores: la dejé sola en algunos
momentos en los que sé que me hubiera necesitado, no acudí a algunas de sus citas
bajo la carpa tras actuaciones difíciles. Y eso pudo ser lo que desencadenó el
cataclismo... O no.
La relación se
fue disipando, el circo cada vez funcionaba peor, la crisis estaba dejando las
noches casi sin público o con un público poco receptivo. Hubo despidos y se
contrataron números nuevos, como los payasos o un prestidigitador que basaba su
vida en la mentira y el engaño aunque eso resultara atractivo a los ojos del
resto del reparto. Algunos tuvimos que asumir nuevas responsabilidades y
quedarnos con los trabajos que habían dejado aquellos a los que se despedía.
Ella se fue
apagando, se fue encerrando en sí misma (o eso creí yo), dejó de acudir a las
citas, aunque estas cada vez eran más cortas y más frías. Y la distancia hizo
su trabajo: separarnos.
Ahora mi labor
en el circo es bien distinta, ya no puedo verla actuar, me paso el día
vendiendo las entradas para que otros la vean, para que pasen a ver los nuevos
números, aunque eso no quita que me sobresalte y me llene de pánico cuando sé
que está sobre el cable de acero y escucho murmullos y algunos gritos entre el
público. Quiero correr hacia donde ella está, ponerme debajo, decirle que aún
la quiero, que la echo de menos... Pero ella no me necesita, quería ser libre y
llegar hasta donde tuviera que llegar. Y yo, contra mi voluntad, lo acepto, no
queda otra. Aunque algunas noches, cuando ya no queda nadie, subo al cable y
cuido de que sea seguro, lo limpio para que ella no se corte, me aseguro de que
es firme y está bien tensado, no quiero que corra el riesgo de caerse. Aunque esto
ella no lo sabe y yo sé que en el fondo no lo necesita, pero es mi manera de
mantenerme un poco más cerca de su vida.
Sé que será
grande, que alcanzará sus metas, que logrará siempre llegar al otro lado del
cable y que, quizás allí, algún día la espere alguien con sus brazos abiertos
para que se deje caer. Probablemente no seré yo, probablemente mienta si le
digo que me alegraré de ello, probablemente su recuerdo siga quemándome por
dentro... Pero mi trabajo en el circo es el que es, tengo que aceptarlo: sólo
soy el que vende las entradas, el que está fuera de la carpa, ese que no tiene
ningún papel en la función.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEl taquillero sabía todo eso, sólo subía al cable para recordarla, para recordar momentos que sin duda fueron mejores. El taquillero sabe de sobra que la funambulista y la trapecista son autosuficientes, fuertes y sin ninguna necesidad de ayuda, el taquillero no ayudaba o cuidaba... Sólo observaba, siempre supo que sus brazos no serían cable porque no los necesitaban.
EliminarAhora el taquillero sólo es historia, quién sabe si volverán a encontrarse, aunque parece poco probable, aunque al taquillero se le iluminarían los ojos sólo con imaginarlo. Pero prefiero no contárselo, la ilusión es el enemigo de la razón, la magia no existe.
Y por cierto: cometer errores no es malo, es humano. Y yo sé que la funambulista es humana, no lamentes los errores, levanta y sigue cometiéndolos, es la única manera de aprender, de vivir. Cuidate, funambulista.
EliminarMuy interesante tu planteamiento
ResponderEliminar